El gran Xaquín Marín, que acaba de cumplir 77
años («Xa me dicía meu pai que eu ía chegar moi lonxe», me comentaba ayer él
mismo, bromeando), está a punto de publicar otro libro. Y además anda
explorando, más allá de las fronteras de ese humor que para él es una manera de
habitar la realidad, nuevos caminos en el mundo del dibujo. «Estou debuxando un
cíclope, a Polifemo, pero, tal e como me vai saíndo, non dá medo ningún», me
confesaba él también, riendo. Ni que decir tiene que siento una inmensa
admiración por Xaquín, además de un afecto igual de inmenso. Y estoy convencido
de que esos mismos sentimientos los comparten ustedes. Me fascina la
extraordinaria ternura con la que contempla cuanto lo rodea. Una ternura que,
de una forma o de otra, siempre encuentra su reflejo en todo lo que él crea.
Hace 63 años, si no me salen mal las cuentas (si en vez de 63 son 64, la culpa
será solamente mía, que siempre he sido muy torpe con los calendarios y con
todos los números), que Xaquín expuso obras suyas por vez primera. Fue en una
muestra colectiva de pintura, celebrada en el Círculo de Fene, en la que
también participaron pintores como Balado y Loureiro, excelentes creadores de
los que ya era muy amigo de niño. Cuenta Xaquín que su pasión por el arte nació
viendo dibujar a su padre, que era un maestro de escuela -y un verdadero
erudito en múltiples ámbitos- cuya figura siempre me ha fascinado también,
sobre todo desde que conocí su formidable trabajo sobre el escudo del Pazo da
Ribeira. Una piedra armera, esa, ubicada muy cerca del río Belelle, en la
fachada de la casa que señorea un enclave de leyenda que es, además de un lugar
de extraordinaria belleza, un auténtico territorio literario. Por cierto: muy
cerca del Pazo da Ribeira, a orillas del río, se disputó, a mediados de los
años ochenta -y disculpen el inciso-, un campeonato de España de campo a través
en el que ganó Constantino Esparcia, que entró en meta por delante de José Luis
González y de Antonio Prieto. El caso es que estoy seguro de que don Emilio,
que así se llamaba el maestro, estará hoy muy orgulloso, allá donde se
encuentra, de su hijo Xaquín y de cuanto ha creado. También, por supuesto, de
que, gracias a él, ahora ya no dé miedo ese Polifemo que, como Homero nos
enseña, no pudo con el astuto Ulises en las inmortales páginas de la Odisea.